miércoles, 4 de mayo de 2011

El precio y el valor.

Por Juan Forn

El año es 1963. Andy Warhol llega a un fastuoso departamento de la Quinta Avenida de Nueva York a cumplir con un encargo: pintar el retrato de la dueña de casa. Sabe que es su entrada en el olimpo de los mecenas. Una cosa es pintar retratos de Elvis o Marilyn copiados de fotos de revistas y otra muy distinta es hacer uno al natural, por encargo. Pero Warhol ya es Warhol y su clienta le calza como anillo al dedo: Ethel Scull compra arte como compra vestidos de Courrèges y Saint Laurent. Su marido se ha hecho cargo de la flota de taxis que tenía el padre de Ethel y los ha convertido en millonarios. El departamento de los Scull queda enfrente del Metropolitan Museum. La pareja suele decir en chiste (o no tan en chiste) que el plan es mudarse enfrente, en cuanto puedan comprarlo, con todo lo que tiene adentro. O, en su defecto, acumular tantas obras de arte que hagan ocioso el edificio al otro lado de la calle. Ethel Scull recibe al artista en una vaporosa túnica de seda natural. Warhol pone cara de asquito y le ordena que se vista para salir a la calle. Tiene los bolsillos llenos de monedas. ¿Adónde vamos?, pregunta Ethel. A la 42 y Broadway, a sacarte unas fotos. ¿En esas horribles cabinas automáticas del metro? Quién sabe qué porquerías habrán hecho los que se sentaron ahí antes que yo, dice Ethel. Pero Warhol la empuja dentro de la cabina, comienza a poner monedas en la ranura y le dice: “Ahora dedícate a ser tú misma, que esto me está costando dinero”.
Con 36 de esas fotos carnet ampliadas hasta la saturación, Warhol compuso su primer cuadro de grandes proporciones, Ethel Scull Thirty-Six Times, y convirtió a su clienta en un icono del arte pop. También abrió las puertas a un fabuloso negocio: en los años venideros, todo nuevo rico que quisiera figurar socialmente debía exhibir un retrato hecho por Warhol en las paredes de su living neoyorquino. Como el buen Andy era tan democrático cuando había dinero de por medio, los Scull necesitaron diferenciarse del resto y encargaron al escultor pop George Segal una pieza en tamaño natural que los exhibiera a ambos posando (ella sentada en un sillón, con anteojos negros, él de pie a su lado, en smoking y zapatillas) y la instalaron en medio del living de su departamento de la Quinta Avenida. Pequeña anécdota al respecto: Segal embebía a sus modelos en yeso líquido para hacer el molde, Ethel iba a posar con un vestido barato, el editor de Vogue dijo que era inaceptable inmortalizarse en ropa tan ordinaria, Ethel aceptó a regañadientes arruinar un Courrèges original, pero se negó a hacer lo mismo con su famosa cabellera, así que encargó a su coiffeur que le hiciera una peluca especial para posar. Es leyenda que el peluquero cobró más que el escultor y que lo que cobraron ambos no pagaba ni la mitad del Courrèges arruinado. También es leyenda que fueron los Scull quienes corrigieron ese desfasaje de cotización, unos años después: se recuerda la fecha como el día en que el mundo del arte se convirtió en el mercado del arte.
Era 1973. Los Scull (que habían declarado famosamente que sólo les interesaba comprar “un arte que refleje lo que somos de verdad, en objetos sencillos, luminosos y concentrados”) convencieron a Sotheby’s de hacer la primera subasta pública de arte pop y entregaron a la venta cincuenta obras de su colección. Sólo había piezas de ellos en la subasta. Por ninguna habían pagado más de cinco mil dólares. Ninguna se vendió a menos de 150 mil y la mayoría superó los 300 mil. Un piquete de taxis bloqueó la entrada de Sotheby’s con pancartas que decían: “Todo taxi un museo. Acabemos con la codicia de los ricos”. Rauschenberg acusó a los gritos a los Scull de traidores a la salida de la subasta. Warhol y Lichtenstein, en cambio, volvieron más que orondos a sus casas, sabiendo a cuánto ascendía su nueva cotización en el mercado. Los Scull se pelearon poco después. Un día antes de pedir el divorcio, el astuto Robert mandó todos los cuadros de su casa a un depósito y le dijo a Ethel que podía redecorar a su gusto. La batalla judicial duró diez años y obligó a ambos a reducir drásticamente su tren de vida y malvender a cuenta gran parte de la colección. Mientras tanto, aquellas obras subastadas en 1973 se habían disparado a precios siderales: el 200 Dollar Bills de Warhol pasó de 285 mil a valer 46 millones de dólares; el False Start, de Jasper Johns, vendido a 420 mil, superó los 80 millones. Casi todos ellos desembocaron en la mansión californiana del magnate musical David Geffen, cosa que llevaría a Jonathan Scull, el único y empobrecido hijo de la pareja, a confesar a la prensa, luego de la muerte de sus progenitores: “A veces, en medio de la noche, fantaseo con llamar a David Geffen y pedirle que me deje ir un rato a su casa, a contemplar mi infancia”.
Curiosamente, la dispersa colección Scull fue reunida este año para una gran muestra itinerante internacional (Robert y Ethel Scull, visionarios) y ya ha coincidido en varias capitales europeas con otra gran exposición que homenajea a otro coleccionista, el ruso Gyorgi Costakis. A diferencia de los Scull, Costakis no era millonario: su padre era un griego afincado en el sur de Rusia que se quedó sin nada después de la revolución, pero el joven Gyorgi tenía veleidades artísticas y tuvo su golpe de suerte tras de la Segunda Guerra, trabajando como chofer para la embajada griega en Moscú. Su misión era ayudar a los invitados oficiales a comprar iconos rusos en el mercado negro. En sus andanzas descubrió, en cambio, gran parte de la obra de los grandes artistas de vanguardia de la revolución, los verdaderos inventores del arte abstracto del siglo XX. La imposición del realismo socialista había condenado al olvido (cuando no a la muerte) a futuristas, constructivistas, acmeístas y suprematistas. Costakis rastreó a los pocos sobrevivientes o encontró su obra escondida en desvanes y sótanos y gallineros y cocinas comunales de Moscú y alrededores. Se hizo famoso en el mercado negro como “el griego loco que compra cuadros horribles”. Pagaba con bidones de combustible, bolsas de harina, botellas de whisky que “distraía” de la embajada. Alguna vez hasta entregó a cambio los parabrisas de su viejo Lada. Así llenó su casa de originales de Malevitch y Rodchenko, Rozanova y Popova, Tatlin y Lissitzky.
En Occidente corrió pronto la voz de que un griego loco había armado en su casa un alucinante museo informal de arte moderno soviético y empezaron las visitas de extranjeros ilustres, de Stravinsky a Bertrand Russell, pasando por los más conspicuos curadores de museos del mundo. En 1977, Costakis negoció su salida a Occidente a cambio de lo mejor de su colección. Donó las piezas restantes al Museo de Arte Moderno de Atenas, la ciudad donde murió en 1990. Como los Scull, no tuvo oportunidad de volver a ver en vida toda su colección junta. A diferencia de los Scull, no le importó especialmente porque, como le gustaba repetir a los visitantes que recibía en Moscú, su colección no tenía precio: sólo tenía valor.

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